¿Y si Dios no me responde nunca?

Es una pregunta que nadie quiere hacer en voz alta, pero muchos la piensan. Cuando oramos, esperamos respuestas. Cuando pedimos, deseamos ver señales. Y cuando eso no pasa, el silencio de Dios puede sentirse como un abandono.

Tal vez llevás meses pidiéndole a Dios por lo mismo. Tal vez es por un familiar enfermo, por una oportunidad laboral, por una respuesta que nunca llega. Y cada día que pasa sin noticias, la duda se instala: ¿Me escucha? ¿Le importa? ¿Está realmente ahí?

Pero la Biblia está llena de historias de personas que esperaron años sin entender nada. Abraham esperó décadas. José fue traicionado y encerrado injustamente. David fue perseguido. Ninguno de ellos tenía certezas, pero siguieron creyendo.

El silencio de Dios no siempre es ausencia. A veces es proceso. A veces es protección. Y a veces es simplemente silencio. Pero eso no cambia quién es Él. Nuestra fe no se mide por las respuestas que obtenemos, sino por la confianza que mantenemos.

A veces creemos que si no sentimos a Dios, entonces no está. Pero la fe no es una emoción, es una decisión. Hay días en los que vas a tener que seguir caminando sin sentir nada especial, sin milagros evidentes, sin respuestas inmediatas. Y eso también es espiritualidad. Porque la fe madura no depende de lo que vemos, sino de lo que decidimos sostener incluso cuando todo se vuelve confuso.

Es en esos momentos donde más crece la relación con Dios: no cuando todo es claro, sino cuando decidís seguir buscándolo en la oscuridad. Y aunque hoy no tengas certezas, aunque no veas nada moverse, lo real es que cada oración que hiciste quedó registrada. Nada de lo que dijiste en silencio fue ignorado. Lo que ahora parece indiferencia, algún día vas a entender que fue cuidado.